martes, 4 de mayo de 2021

De la que nunca nos atrevemos a hablar


 

Siempre reclamo la memoria de mi padre: Don Enrique. Para todos, siempre fue Don Enrique... en su nombre cometí pecados que mi padre no me hubiera perdonado. En su nombre dirigí al suicidio a marineros convencidos de su estampa hasta el fin del mundo, sin conocerle, y sin saber que mis palabras eran una interpretación equivocada de sus mapas hasta El Dorado. Miro mis manos ahora, repletas de llagas tirando de velas quijotescas en insolente respuesta a la tormenta, y me doy cuenta de que no hago más que hablar de él, cuando sin ella, ni siquiera él, tan irrepetible capitán, hubiera sido menos que nada; porque Don Enrique no era más que por suerte el capitán, de un navío legendario llamado Ana María.

"Mamá". Pronuncio en la cabeza las dos primeras sílabas que aprendemos a balbucear y más tarde a escribir en un cuadernillo rubio, y antes de convertirla en ese concepto lleno de poder y legado, ya estoy empapado en llanto.

Siento tanta vergüenza, dejándome arrastrar por la corriente... Es tan difícil, dar forma en palabras a la explosión infinita de luz que provocabas con cualquiera de los miles de los gestos humildes que se agolpan en mi memoria exigiendo ser recordados como épicos ladrillos que cimentaran la vida de tantos a kilómetros de ti...

Será mejor que tome un respiro... siento la enorme responsabilidad de expresar de forma aproximada lo que deberíais sentir al cabalgar mis palabras, los que vais a leer esto; ojalá mi tinta esté a la altura de vuestros recuerdos, os pido disculpas, porque seguro que me voy a quedarme corto… Entended la responsabilidad que siento. Voy a intentarlo. Tengo que intentarlo…

Fue, la madre de todo mi barrio. De mis amigos. De mis cuñados. Fue el azúcar que seducía a todos los que no soportaban a su marido. Era la que permitía que mis tías y sus maridos, soportaran a su hermano y cuñado. Era la que nos hacía los disfraces a mí y a mis amigos. A aquellos que no tenían madre para coserles una puta vez al año. Era la madre de los niños que no le gustaba que jugaran conmigo, pero que no podía permitirse el lujo de no abrirles su inagotable pecho, confiando en que todos éramos juguetes rotos que nos recogíamos unos a otros por el camino (Alejandro, el abuelo que nunca disfruté, a cambio de una madre, y espero no ofenderte con esto, lo sabes).

Llenaba de luz cualquier calle de un pueblo TAN PEQUEÑO Y MEZQUINO, que solo ella, era capaz de henchir de orgullo, cargada de bolsas de plástico con el meñique, regateando en el mercado, y siendo la duda de las marujas mejor casadas del pueblo: recuerdo el mercado de Baza, esos dueños de puestos gritándole ¡¡“RUBIA”!! Porque sabían que por mucho que ella se lo pusiera difícil, llegarían señoras a ver qué tanto la “rubia” miraba en sus puestos, y llenando sus bolsillos de lo que ella se los hubiera vaciado.

Mágica. Gitana. Ambiciosa… De haber nacido en otros tiempos, hubiera gobernado a los más audaces. Y Enrique ganó mucho pan para sus hijos, encandilando a tipos mucho más capaces que él, paseando aquella percha venida de otro puto mundo, pero nacida en Cuevas, y que nadie se preocupaba por entender, rendidos a su encanto.

La recuerdo frente a aquella estufa vieja y peligrosa, acompañada de aquel gato que tanto aprendió a querer como su niño del alma, después de rechazarlo sin descanso. La recuerdo tanto… y sin embargo, me avergüenzo de recordarla, como casi nadie se atreve a hablar de ella, porque sabemos que era el cemento en la sangre, que no tenemos ni idea de cómo defender.

Nadie se atreve a hablar de ella. Qué lástima. Porque era el origen de toda nuestra fuerza, y ahora el pozo, de nuestros desencantos. Esa risa torcida por su amor descarnado. Ese olor cuando le ayudaba a quitarse las botas de cuero que con tantas varices estaba dispuesta a defender.

Cuantos hombros anónimos se agolparon para cargar su ataúd. Cuantas envidias hicieron un nudo en el estómago, avergonzadas el día en que las campanas de Baza no pararon de replicar.

Le hubieras dado tanto a mi hijo. A tu nieto… Nos sentimos tan incapaces de transmitir tu cariño, tu inteligencia, tu astucia… por eso no nos atrevemos a hablar de ti. Yo me siento en la obligación de intentarlo. Porque tus palabras fueron las que me sacaron adelante, cuando estaba a punto de morir con menos de un año. Y mírame… apenas he cumplido. Pero te juro que lo intento. Te juro, que no voy a permitir que después de mil malas decisiones, la que haga una y mil, arruine tu trabajo.

Gracias mamá, por ser mi madre y la de otros tantos. De ser a duras penas, un espejismo de los que nos vayan conociendo. Perdóname, por errar, pero no dejes de guiar los pasos que no soy capaz de dar. A partir de hoy, te juro que no volveré a dejar que la vergüenza me impida seguir manteniendo vivo el recuerdo de tu estampa.

Mágica, gitana y ambiciosa. Todos tus hijos, de sangre o atraídos a tus pasos, somos lo que somos hoy, gracias a dejarte caer por nuestro barrio.

No somos nada si no nos cuidas. Hablo sin permiso en nombre de todos: sigue cuidándonos.