miércoles, 23 de febrero de 2011

Mi tierno demonio


A Ícaro le arrancó el sueño un rojizo lago de luz en sus párpados, ausente por mucho tiempo en sus despertares. Demasiado tiempo.
Adoloridos, renacieron sus ojos al día dentro de su ático. Entre el silencio gris y el vacío cansado de su hogar. Borrosa, la silueta de Kala mitigó su miedo a que lo hubiera abandonado tras aquella noche interminable, cargada de la ternura que Ícaro no creía propia o posible en ella. Era inexplicable la sensación al observar a aquella criatura tan delicada y compasiva, después de caer en la trampa de creer como el resto, que todo en ella, era belleza fría y sentido bursátil y cruel.
En su seno, Ícaro fue libre por fin de sus temores, deshizo el nudo de sus deseos, y asestó el golpe certero al coágulo del desasosiego que lo esclavizaba. Ahuyentó su soledad, y con ella, se fueron sus iras.
El contorno de Kala, se aclaró paulatinamente en el cristalino húmedo de Ícaro. Apoyada con el brazo en el marco de uno de los ventanales, lucía el paraíso femenino de su piel, completamente desnuda. Ícaro admiraba en silencio su perfectísima figura y su mirada perdida en la calle. Su cabello púrpura, sobre sus hombros, matizaba salvajemente su sosegada estampa, describiendo un aura semidivino ajeno a tanta realidad mundana.
-“Este lugar…”- la voz de Kala, demostraba que era conciente de que Ícaro la observaba al dirigirse a él sin volver la cara.- “Parece pertenecer al olvido… como si no fuera de nadie”.
-“¿Por qué dices eso?”- Intervino divertido Ícaro con la confianza que le confería la noche que acababa de pasar con ella.
-“No hay fotos, no hay cuadros, no hay objetos ni recuerdos de nadie. Es como si nadie viviera aquí… y me pregunto si… ¿Alguien vive aquí, o si quién pasa el tiempo aquí, no está vivo?”
Ícaro sentía una enorme inquietud ante el comentario, y casi le provocaba una vertiginosa vergüenza.
-“Tu vida está tan vacía como este lugar, Ícaro. ¿A quién o qué no quieres recordar?”
Estupefacto. Ícaro no atinaba a encontrar las palabras con las que responder. Simplemente no encontraba una respuesta.
Entonces reparó en que Rosa, la mucama, fue recogiendo cada foto, cada cuadro o boceto, cada objeto, cada recuerdo, para almacenarlo en alguna parte fuera de su alcance, en cada sesión de limpieza, con lo que inexorablemente, todo vestigio de una vida pasada y de la presencia de alguien en aquel ático, fue desapareciendo a su alrededor sin que él lo impidiera, hasta con su memoria material.
-“Duerme Ícaro, duerme”.
Ícaro acató la orden sin ánimo para discutir o para analizar aquella verdad sobre el vacío en su ático. Y aquella imagen de Kala quedó como un garabato borroso en su memoria.

domingo, 13 de febrero de 2011

Cuentos de hadas para adultos

No puedo negar mi atracción hacia la fantasía. Vivimos en tiempos convulsos y ajenos a valores olvidados como el honor o el sacrificio común, convencidos por voluntades muy conscientes quizá, de que perseguir un ideal es una pérdida de tiempo tal como correr hasta un oasis en un desierto.
Hemos estado buscando, cada vez más, la paz y la felicidad en nuestra intimidad, y la sociedad ha estado alimentando la idea de que el individuo y el método del raciocinio más estéril son el único camino.
Dispersos y sin ilusiones, vamos a trabajar, y soñamos con un futuro pleno. ¿Se puede vivir con plenitud en soledad?
Parece responder a estas circunstancias la creciente oleada de productos literarios o cinematográficos que recuperan nuestros sueños infantiles y nuestras aspiraciones como adultos, emocionándonos con esas escenas finales en películas épicas y permitiéndonos escapar al horario de oficina con trucos de magia y romances ideales. (Permitidme una nota: la huelga de guionistas lo hace más evidente, me remito, por ejemplo, a Shamalrramancio o como coño se llame, y la gran patata de película sacada de una serie de dibujos “Airbender”).
Yo también he caído en la tentación de soñar un poco. Pero tengo algo que reprochar a la falta de ambición de otros que se rinden a la fantasía. Parece que teman soñar en grande, y nos sentimos engañados cuando leemos que Gandalf cae en un abismo con el Balrog y desaparece, como para evitar que sintamos vergüenza adulta de disfrutarlo, un inolvidable combate, hito de resistencia y coraje, y los frikies como yo, echamos de menos algo más que una linterna en su bastón y cuatro petardos que salen de su pipa mientras sale de La Comarca. (Que conste, dada la época en la que Tolkien escribió su saga, lo considero un gran creador, pero a lo que me refiero es a que parece que hayamos heredado un límite para fantasear).
Puestos a sufrir la falta de ambición, y finalmente confesando que me gustan los cuentos (tanto que me gustaría vivir del cuento algún día, nunca mejor dicho), traduzco las hadas en demonios y los romances exquisitos en reales amores imposibles.
Un cuento de hadas para adultos, realidad violenta, política ambigua y figuras manipuladoras y caprichosas, casi como en la vida misma, pero con el valor que nos falta en la realidad, para ser valientes y plantar cara a quien oprime, o rendirnos al amor y querer sin miedo a que no estéis el uno hecho para el otro.

Crónicas del Laberinto del Cenit

   Los tres comandantes, esperaban la orden de retirada para dedicarse a sus quehaceres en la marcha del ejercito de Ópalus, mientras este, observaba a los porteadores esperando el momento para cumplir un último acto administrativo.
   El general se dirigió a Krama para que se acercara, mientras a su alrededor marchaban demonios y porteadores a cada lado, adentrándose ya en el “Círculo Exterior de Augia”.
   -”Necesito a cada uno de los porteadores que ves, así que interrógales por su líder, sin provocar herida alguna.” El demonio quedó estupefacto ante la petición de Ópalus, que tuvo que confirmar su orden inclinando la cabeza y animándolo a descubrir un desenlace inesperado al interrogante que le planteaba.
   -”Porteadores. ¡Alto!” La bestial voz de Krama quebró el constante tocar de los tambores de marcha, sonido imperante en el lugar, que en ningún momento se detuvo, como tampoco lo hicieran los pasos de la columna militar que ignoró completamente la escena. A su orden, todos los porteadores detuvieron su marcha, confundidos y expectantes.
   -” ¿Quién de entre vosotros es el líder?” Se tomó su tiempo para escoger las palabras adecuadas para transmitir el mensaje sin que los esclavos confundieran la pregunta con un sencillo acto de lealtad a Ópalus.
Tímidamente, uno de los esclavos se atrevió a contestar a Krama: -”Pero señor... se nos está prohibida cualquier forma de obediencia entre nosotros...”
   -”Calla necio, antes de que te destripe. Conozco bien la ley de mi nación idiota.” El Comandante ignoró por suerte para el pobre muchacho, su frágil existencia en aquel escenario por orden previa de Ópalus, y Krama se volvió a dirigir a los porteadores:
   -” ¡Contestad antes de que pierda mi paciencia!”
   Un fornido mortal de mediana edad, de rostro castigado por la esclavitud centenaria de su pueblo, al servicio del duro yugo de Augia, se adelantó serio, apartando la mano de un compañero que trataba de detenerlo, sabiendo que era inútil hacer esperar a los demonios.
   -”Yo, Braco. No soy el líder de vuestros esclavos, pero me respetan y escuchan como mero traductor de las ordenes de Augia, para las pobres y confusas mentes mortales.” -Sin duda, aquel era a quién buscaba Ópalus, pues conocía bien la obstinación de los mortales por mantener sus costumbres y lealtades ante la privación de las mismas, siendo muy superiores en la clandestinidad que en la total libertad.
   Krama miró a su nuevo amo buscando su complacencia en una tarea saldada sin bajas como le pidiera, para dar de nuevo, un paso atrás. Ópalus desmotó y se acercó a Braco.
   -”Braco, hijo de Bastia, indómita y noble comarca esclavizada por Augia hace cientos de ciclos visperianos, te propongo un pacto, para la libertad de tu pueblo.”
   A las palabras de Ópalus le contestaría la sorpresa de sus comandantes, y el murmullo inquieto de la muchedumbre mortal, que no encontraba ningún resultado coherente para aquel exhorto.
   -”Quiero que los descendientes de tu nación tomen las armas que cargan para otros, y que los comandes a mis órdenes en batalla para gloria del Trono de la Ira.”
   Los demonios mayores presentes, descubrieron que el nombramiento de Talut, no sería el único agravio al que Ópalus les enfrentaría, ni mucho menos el más grave. Nunca en la historia de Augia se había visto colaboración igual en batalla. Si bien los humanos exterianos habían servido durante largos y numerosos periodos de tiempo a las órdenes de Augia, directa o indirectamente, ya fuera como subordinados en guerra o como vectores de sus insidias en forma de influencias culturales, jamás un general augiano habría compartido escenario bélico junto a un humano, en lugar de hacerlo sobre él.
   Braco clavó en Ópalus su sinceramente profunda mirada de color verde. Era difícil determinar el tono de piel de aquellos esclavos, pues el cielo en llamas del continente rojo, confundía el sentido de la vista, declinando cualquier color hacia el primario más visceral y violento.
   La precariedad y la miseria eran palpables en sus ropas rasgadas, confeccionadas con pudor por sus mujeres, aún encerradas en Augia, y su rostro adulto y poblado de barba oscura. También la dureza y la crueldad de su situación de esclavitud eran evidentes en la musculatura desarrollada de aquel humano, y las heridas a medio cicatrizar de trabajos y castigos recientes.
   El bastiano discutía en su fuero interno la posibilidad de que la sensación de que aquel demonio le estuviera diciendo la verdad no fuera el producto de sus legendarias habilidades para el control mental de los humanos mediante la seducción de altos ideales o bajos instintos.
   El murmullo de su pueblo a espaldas de Braco, fue interrumpido por un estallido de ira de Krama, que tan solo pudo descargar su frustración rugiendo ensordecedoramente a la multitud mortal para que guardaran silencio.
   -”Me prometes libertad a cambio de luchar para ti. Pero toda una vida bajo el yugo de la esclavitud, me hace confundir rango militar y libertad. ¿Significa lo que me propones, que seremos tus soldados en lugar de vuestros esclavos por el resto de nuestros días y el de nuestros descendientes?”.
   -”No Braco. Comprendo mejor que ningún otro demonio, lo que significa para vosotros la futilidad del tiempo. Te propongo que cruces conmigo Exteria comandando mi ejército a mis órdenes hasta el día de tu muerte. Día en que te habrás ganado con toda la sangre que te queda por derramar en tu vida, la libertad de tu pueblo para marchar a donde quiera libre del acoso de Augia, siendo entonces, desde hoy, Bastia, el primero de los pueblos mortales de mi Imperio, y por tanto protegido por mi espada hasta el fin de mis días.”
   No había tiempo para consultas ni meditaciones: tenía ante sí el mejor de los tratos que la nación de los demonios le hubiera dado jamás, incluso aunque fuera todo una mentira. No había marcha atrás. Agoth los había regalado a la causa suicida de su hijo bastardo, y más valía tener una libertad falsa en el horizonte, que una miserable existencia bajo el látigo rojo de Augia, incluso, aunque lo único cierto fuese, su propia muerte.
   Sin mirar atrás, sin buscar la aprobación de su gente y sin darse un instante para tomar aire, Braco mantuvo la mirada fija en Ópalus, y casi osó desafiar al demonio, prometiendo con el silencio de sus ojos que él mismo lo desmembraría desde el más allá si faltara algún día a su pacto, y finalmente, contestó:
   -”Que así sea, Ópalus.” Y arrodillándose como lo hicieran el resto de comandantes, concluyó: -”El orgullo de nuestros padres condenó mi nación. Ópalus Nuba Khan, solo te ruego que el tuyo, no convierta en cenizas a sus hijos.”
   Braco se levantó como en verdad el guerrero bastiano que era. Su rostro fulgía una conjugación de orgullo, honor y rabia: el espíritu indómito de Bastia. Era imposible reparar en sus raídas ropas y sus heridas, solo estaba él, el guerrero determinado a devolver a Bastia su libertad, y con ella, venganza. Y se dirigió a su pueblo en un rugido propio de las bestias nobles de Exteria:
   -” ¡Bastia!”
   Braco desempolvó una antigua tradición para despertar a sus hermanos, y todos en unísono reconocieron el tradicional diálogo entre los líderes bastianos y su pueblo, y contestaron con furor en un profundo y único grito de guerra.
   -” ¡Bastia!”
   Reclamó hasta tres veces más la contestación de su pueblo, que volvía a gritar con más furia aún, antes de que Braco les dirigiera a su nuevo comandante:
    -”¡Ópalus Nuba Khan! ¡Bastia te saluda!”
   Desaparecieron los porteadores entre sus propias miradas estupefactas, y los fueron sustituyendo, arrojando la carga al suelo, guerreros que esperaban dormidos en la esclavitud, a un líder. Ópalus sonreía porque Braco, era ese líder, aquella reacción incontenible de la masa, evidenciaba que había escogido la chispa adecuada para despertar la verdadera naturaleza de aquel pueblo olvidado; y sonreía porque su padre no sospechó nunca que aquella corrupta nación que sus aliados le llevaran encadenada hasta La Forja, para trabajar como bestias de carga, escondía en su ennegrecido corazón la vastedad espiritual más insaciable de toda Exteria, transportando en sus danzas y canciones, la semilla perenne del arte de la resistencia más pétrea ante la batalla: en silencio, Bastia había estado esperando que Ópalus, “La Grieta en el Pilar del Este”, se encontrase con Braco “El Espíritu Dormido”.
   Braco buscó de nuevo los ojos rojos del demonio en el baño de euforia de su pueblo, y le susurró:
   -”No esperes ahora que ninguno de nosotros, vuelva a arrodillarse ante nadie. Ni siquiera ante ti.”
   Ópalus, lejos de ofenderse ante la osada promesa del humano, le contestó con tono taimado y sonriente:
   -”No espero de los bastianos menos que eso.”

lunes, 7 de febrero de 2011

El dedo en la llaga

Cartas de un asesino nació como una tarea de clase de literatura cuando tenía unos doce o trece años. La idea era conseguir llegar a conmover de algún modo las emociones del lector, haciéndose uso de cualquiera de ellas: ternura, violencia, angustia, alegría, sorpresa... Yo decidí meter el dedo en la llaga.
El terror es uno de mis géneros favoritos, pero resulta agotador, antes, durante y después del acto. Recuerdo que después de que mi familia leyera la primera carta de un asesino, mi hermana se sentó conmigo para asegurarse, a instancia de mi padre, de que no planeaba nada por el estilo. Era comprensible, dada mi edad, la situación y la carga sospechosa de la carta. Lo siento, pero no puedo evitar sonreír cuando lo recuerdo.
Con el tiempo, se convirtió en una serie de cartas que un depredador escribe a sus víctimas, y a través de las cuales el mismo personaje se fue desarrollando. La idea es que recuerdes a este personaje cuando realizas esas actividades cotidianas en lugares poco transitados, como un parque, el metro, una estación, un parking, el trayecto a casa... aunque pienso modernizar los hábitos de caza de este asesino enseñándole a usar facebook y google para encontrarte (no existían cuando nació).
 Hoy en día, sigue siendo un proyecto en la nevera para compartir con un amigo mío que pretende usar su experiencia en la policía para iniciarse en la escritura.
En este caso, el ritmo lento, la actitud dominante pero cercana y no ahorrarse nada en cuanto a los detalles más truculentos, sirve a los mismos objetivos que los anuncios de la DGT: dar un pellizco en el tejido cerebral a un público insensibilizado gracias a CSI Las vegas, anuncios de la DGT de años anteriores y productos como el que quieres que sea un alfiler ardiente en las entrañas del que lee.
En cualquier caso, la sensación morbosa de terror parece adictiva, o si no, sed sinceros con vosotros mismos y tratad de recordar con claridad lo que sentisteis en el momento en que visteis cómo ese coche atropella a Brad Pitt en “¿Conoces a Joe Black?”
Esta vez, tres minutos de silencio por las sensibilidades heridas y otro abrazo, largo si he conseguido provocarte un poquito de ansiedad con Cartas de un asesino...

Cartas de un Asesino

Esta es la primera de una serie de cartas enfermizas y retorcidas que escribí hace mucho, mucho tiempo (1996-1997). He respetado casi totalmente la forma original. Espero que la disfrutéis. Le dedico esta entrada, como corresponsable de mi afición a la literatura, a aquel profesor de literatura que me encargó este trabajo, y que después de ofrecerme leerlo en voz alta en la clase de un colegio en el que había que ser valiente para premiar a un alumno por algo como esto, decidió aplaudir.



Aún recuerdo el comienzo de nuestra breve amistad que tuvo como marco un crepúsculo gris de septiembre.
Tú andabas algo enfadada –probablemente, debido a algún altercado conyugal- con un paso acelerado, puesto que llovía livianamente sobre las sombrías calles de La Chana.
Saltabas graciosamente evitando los charcos provocados por el temporal – Tranquila, el clima no representa un impedimento en mis cacerías-.
Te seguía muy de cerca, y créeme, me regocijaba contemplando tu figura inocente de presa acechada que ignora el peligro al que está expuesta. Fui cargando mi escopeta automática sin recortar, con cinco cartuchos del doce.
De pronto, de mi gabardina, asomaba el cañón de negro metálico, desafiante y dispuesto para inundar tu cuerpecito con cinco nubes de diminutos fragmentos de plomo. Pero la idea de convertir aquel callejón de metro y medio de ancho en el paraíso de la carne picada, me producía la sensación de que no quedaría satisfecho. Así que guardé a mi querida “Bramadora”, y proseguí la intrincada persecución.
“Voila”, entraste en un antiguo y amplio portal – y yo contigo-.
Tú estabas de espaldas a mí, y habías puesto al descubierto tus sinuosas dunas doradas de cabello que coronaban aquel ser angelical de unas dos décadas. Noté, como al percibir un movimiento en un flanco, te giraste, y atónita, me observaste. Me deleité, con esa carita de terror que demostraste. Sinceramente, me conmovías.
Hiciste ademán de coger algo de tu bolso, pero golpeé tu precioso busto antes de que pudieras culminar cualquier acción. Caíste al suelo inconsciente, y con tu perfil virgen, ligeramente deformado por un rictus de dolor.
Te así por el talle y coloqué tu brazo rodeando mi cuello. Te llevé arduamente por toda la calle hasta que no cruzamos con aquella viejecita tan simpática, ¿te acuerdas?
No podía ver tu magulladura sepultada por aquel torrente de arena que brotaba de tu frente, pero creí que tendría que esparcir sus pedacitos de carne por todo el vecindario con mi chiquitina. Sacudió la cabeza y se alejó escupiendo no se qué de la juventud por su boca infame. Sin duda, su decrépita mente, concibió la idea de que estabas ebria, en lugar de que estabas en un lio. Si la gente escuchara más a los jóvenes…
Cuando llegamos a mi piso –lo peor fue subirte por las escaleras-, deposité tu cuerpo en el suelo.
Te até fuertemente hasta despertarte de tu imprevisto sopor. Me provocó risa tu pataleo desenfrenado y tu cara, una espectacular conjugación de rabia, desesperación, dolor y terror.
No me extraña, me imagino amordazado por u tipo realmente corpulento con enormes cicatrices rituales, sintiendo un agudo dolor en la mejilla, y en un lugar desconocido, una estancia vacía, lúgubre, fría y oscura, teniéndome a mí mismo en todo el meollo.
-Pobrecita.- Te dije, mientras sostenía tu increíblemente suave mentón. -Tranquila.
Absurdas palabras para alguien que cree conocer con certeza la fecha, escrita en el gran guión de la vida, de su muerte; el punto final en la historia de su destino.
Pero pareció que te clamabas, aunque temblabas y sollozabas por un futuro ciertamente inseguro.
Te arrastré hasta una habitación similar –no menos ancha- con una silla firmemente sujeta al pútrido suelo, en el centro de la sala, y te até de nuevo a la estropeada estructura de madera, sobre la anterior mordaza.
Me paseé en círculos concéntricos a tu alrededor, como el que, dominador, retrasa el momento de su golpe final, saboreando el placer del poder sobre la vida y la muerte de la víctima.
Comenzaste a llorar al ver aquella pared bombardeada por sangre y otras sustancias orgánicas humanas, iluminadas por una única bombilla desnuda, pendiente de un retorcido cable que brotaba del techo.
¡Ah! Perdona el que no quitase de tu boca el trapo que ahogaba tus gritos y llantos, lo que aumentaba tu grado de desesperación, pero es que no me gusta oír las lamentaciones de alguien que conoce su estado de postración.
Cuando no pudiste soportar más el nauseabundo y pestilente aroma a órganos en descomposición, comenzaste a vomitar, y vomitaste más aún cuando no podías expulsar el émesis, por culpa de aquel trapo sucio que tapaba tu boca, escurriéndose, así, por las comisuras de tus labios, recorriendo tu perfectísimo cuello convulso.
Un nuevo objeto brillante apareció en tu limitado horizonte. Emitiste un grito ahogado y sorprendido al comprobar que se trataba de una navaja de barbero, empuñada por un macabro personaje, que dejaba caer sobre la misma, una severa mirada de ojos inmóviles inyectados en sangre y terrorífica sonrisa. Como si se tratara de un tétrico teatro, en el que actúan personajes indumentados con remiendos y colocados irregularmente unos sobre otros, bajo dos lunas llenas teñidas de escarlata.
Te asesté mi primer golpe con la navaja, que surcó el aire cargado de angustia, como una saeta que siseaba a su paso. Corté tu delicado rostro, ya deformado por un bulto morado bajo tu temeroso ojo derecho. Caíste girando sobre ti misma, llevándote contigo al viejo mueble, aún estando clavado al suelo de madera, que lo acompañó en parte.
Al caer, tus expresiones te descubrieron ante mí, y por un momento me sentí dentro de tu ser. Noté el tacto de algo fluido que se extendía centímetro a centímetro en todas direcciones desde mi mejilla. Advertí cómo abría los ojos y se nublaba mi vista en una bruma granate. Entonces salí de mi extraño trance y pude observar cómo la sangre cubría tu cara.
Te desaté completamente, pero no despojé tu boca del trapo. Comprendo que estuvieras conmocionada.
Tenías la faz ensangrentada. Desnudé tu vientre escrutando aquella dorada llanura por la que cruzaba un cauce para acabar en un pequeño pozo abismal: tu precioso ombligo.
Un arrebato de ira en contra de algo, que aún no he llegado a descubrir, golpeó mi mente empujándola hasta el borde de la cordura y asesté varios golpes transversales en tu abdomen que desparramaron tus vísceras azuladas, llegando a aplastarse contra la pared con un sonido sordo. Tus ojos se abrieron de dolor en un movimiento compulsivo, provocado por el sufrimiento, acompañado de una arcada que ondulaba tu figura en dirección al techo. Experimenté eso, a lo que llaman pena. Me restregué la frente con el haz de la mano, mientras retrocedía. De nuevo me dispuse a asestar otro golpe, esta vez a tu cuello, rasgando tu tráquea y faringe, haciendo saltar por los aires el vómito que empezaba a atragantarte, que al mezclarse con tu sangre granate y púrpura tomó un colo anaranjado oscuro.
De la sección inferior de tu tráquea emanaban burbujitas juguetonas de sangre. Sentía un extraño impulso que me obligaba a acabar con tu agonía.
Mi vista se oscureció girando en torno a un punto brillante que la succionaba, y ciegamente, te apuñalé sin parar, despedazando tu sencilla forma a cada tajo liberador. Sentía una euforia que quemaba todo mi cuerpo, mientras me arrepentía de cada herida infringida, pagando con una lágrima redentora, que no sentía correr por mi rostro. Era terrible, me atemorizaba de mí mismo, pero realmente alguna mísera parte de aquel asesino, disfrutaba con aquel oscuro sentimiento de placer, por un arcano rencor satisfecho.
Cuando retomé las riendas de mi razón, observé lo que quedaba de aquella maravillosa creación, repartida por todo el aposento y comprendí que no sería posible reunir los restos suficientes como para tener que incinerarlos.
Sólo te doy las gracias por ser tan buena conmigo.

domingo, 6 de febrero de 2011

Crudo y ambiguo

Al mostrar lo que escribo, la mayoría de las personas que me ofrecen su ayuda con la opinión objetiva que no poseo sobre lo que yo mismo hago, suelen aterrizar tarde o temprano en lo que parecen un par de constantes: crudo y ambiguo.
He usado esos dos adjetivos para resumir, y porque son los que se ajustan con mayor gentileza y precisión a mi propia perceptiva del asunto.
Evidentemente, la novela negra, no se escapa de ninguna manera a la crudeza de las situaciones que suelen servir como escenario a este género. En el que dicho sea de paso, me siento cómodo (lo que no quiere decir que me reconozca como bueno en ello).
Y es que en realidad, no puedo evitar acabar siempre al final de ese callejón como un yonki más, porque desde hace muchos años me refugié en la escritura como un acto de evaluación y aprendizaje sobre lo que me rodea y a cerca de mí mismo.
Para mí, y para muchos con los que he tenido la oportunidad de colaborar en algún modo supone una forma de proyectar las luces y sombras de lo que se pasea dentro de uno, y como no, de los resabios que de otras personas quedan dentro de ti.
Así, y confesando que me fascina el ser humano per se, situarlo en las situaciones más crudas y extremas, revela toda su esencia. Es cuando nos encontramos al límite cuando todo se vuelve gris, y sobreviene la ambigüedad. Es difícil entonces más que nunca, poder afirmar que alguien es valiente o cobarde, capaz de hacer algo o no, compasivo o egoísta, de izquierda, de derecha o apolítico. Es únicamente posible definirse con certeza absoluta en nuestros actos, cuando el reloj y la suerte son nuestros peores enemigos.
Solo intento explicarle a los que con cariño me proponen temas más amables, que también encuentro ternura y humanidad en los personajes cuya fortuna enrosca sus actos alrededor de lo inmediato, y el deber o la conciencia que nos demuestran, son así, más honestos.
Un minuto de silencio por las sensibilidades heridas. Un abrazo.

martes, 1 de febrero de 2011

Hombre Hueco


Las calles se enroscaban en caracolas imposibles frente a Ícaro, y vagaba zapateando dando tumbos de muro a muro, intentando sostenerse en pie a la vez que huía de su propia mente quebrada en dos.
Su vida se tambaleaba ahora al son de los cristales rotos dentro de su cabeza, y observar el camino no ayudaba: al levantar su frente perlada de sudor, encontró el cielo devorado por cientos de nubarrones en movimiento, parecidos a gusanos que se zampan un pedazo de carne. No, el cielo estaba vivo ahora en la mente de Ícaro, y podía sentir como sufría mientras era engullido. Y apuntaban hacia él, testigos indiferentes del crimen, lo que debían ser edificios altos de cristal y concreto, pero que tenían el aspecto de ciclópeas lápidas de cemento. Imposible, mas era lo que veían sus ojos.
Buscó un referente sin dejar de huir de las encrespadas verdades de Madame Lempicka, y al intentar reconocer el nombre al menos de las calles que cruzaba como una bala rebotada, solo encontraba epitafios colgados en las esquinas de los cruces de calle.
El pánico se hacía con él sin resistencia y su respiración era cada vez más entrecortada y desesperada. Gélida y seca, entraba y salía rasgando su pecho como una lima. Y el miedo le llevaba a buscar auxilio en alguna avenida transitada, pero en lugar de ello, al cruzar cada esquina se encontraba con otra calle estrecha, cada vez más angostas, y cada vez eran más las que ofrecían una suerte de callejones sin salida.
Ebrio de delirio, sentía estallar su cabeza en formas y colores desconocidos que casi podía ver en una lámina translúcida frente a sus ojos.
Y entonces, el terror le vencía más aún cuando veía sus manos hundirse en las paredes como si fueran reflejos en estanques verticales. Nada a su alrededor era ya real, igual que toda su vida pasada, como Madame Lempicka le había demostrado.
Su vista se fue nublando cuando era más que difícil saber dónde tenía los pies, y dónde puñeteramente se encontraba el suelo. Y por fin el delirio se lo tragó antes que su fata morgana. Y navegó sin rumbo en el vacío hasta el fondo de lo inconsciente.