No es la primera vez que vigilo a alguien. Lo habré hecho cientos de veces. Tampoco es la primera vez que lo hago mientras llueve. Pero me jode hacerlo mientras aguanto una manta de agua como esta.
La chica se llama Sefín. Creo que se escribe con una “e” al final. Es francés, supongo. Parece que ya están cerrando. Y alguien quiere que Sefine muera esta noche: su foto estaba en el lugar equivocado para que la encontrara la persona equivocada.
Llevo detrás de joder a la familia de Don Silvio, cinco años. Me ha costado un matrimonio, nueve orificios de entrada, una úlcera y mucho dinero en quitamanchas.
Me estoy acercando mucho, y ahora viene el hijo de la gran puta, y se me está muriendo. Y sé que me estoy acercando mucho, porque cuanto más lo hago, más provigil tengo que tomar para mantenerme despierto. Y desde hace tres noches llevo dos frascos de modafinil.
Hace tres noches, precisamente, me avisaron de que iban a por mí. El desgraciado de mi compañero está untado como todo el puto cuerpo. Pero la conciencia no le dejaba conciliar el sueño y me llamó para decirme que tres tipos venían a mi casa para hacer espagueti con mis tripas.
En este negocio nadie es cariñoso, pero los italianos que se dedican a esto le ponen pasión, y la puerta no es lo único que destrozan aunque no haga falta. Para colmo, el tercero es un colombiano de la vieja escuela, y a esos les gusta dar ejemplo colgando tus pelotas en la primera avenida, y mandando por fascículos el resto del cuerpo a familiares y amigos como si fueran recuerdos de una boda.
Me preparo: mi Colt Python 357 Magnum para dar la bienvenida, porque un revolver nunca se encasquilla, la 38 semiautomática para acribillar lo que quede en pie, la navaja para que no despierten a los vecinos chillando como cerdos, y más provigil para que no me pillen dormido.
Coloco el sillón frente a la puerta, a unos cuantos pasos y monto un señuelo con los cojines y mi ropa. Nunca supe hacerle un puto muñeco de nieve en condiciones a mi hija, pero con la única luz del televisor encendido, mi doble se va a llevar los primeros tiros, dándome algo de tiempo.
Me siento en el suelo de la cocina, si es que se le puede llamar así a una encimera en pleno salón con una cocina de gas portátil. Me parece un buen sitio para usar como trinchera.
Y espero.
Me tiembla la mano derecha y tengo algo de taquicardia. Abusar de estas pastillas no es bueno, pero abusar del plomo ajeno bajo el pellejo, supongo que es peor.
El reloj de la cocina va dando muy lento, la una, las dos, las tres… tener el pulso a mil por hora no ayuda con eso de tener paciencia.
La luz del pasillo se enciende.
Por muy curtido que estés, y por muchos cojones que tengas, te pone nervioso que vengan tres tíos a esparcir tus sesos por la casa.
Andan lento. Veo sus sombras escurrirse por debajo de la puerta y me llevo al pecho la Python tratando de relajarme un poco, porque he tenido la tentación de dispararles a través de la puerta.
Cuento mentalmente para relajarme un poco. Uno, dos, tres, cuatro. ¡PUM! Una nube de astillas cruza la sala, y de haber estado sentado en el sillón, me hubiera inundado la cara de pedacillos de madera y el pecho de perdigones del 12.
Patada a la puerta y asoma un tipo con pasamontañas, guantes y ropa de chulo callejero. Corta dos cartuchos en la escopeta automática, y le mete un par de tiros a mi amigo de felpa.
Los fogonazos del cañón, me dejan verle los dientes apretados. Él también está acojonado.
Tiro del cable de la tele, y la imagen confusa que tiene en la cabeza de un yo falso en el sillón se apaga. No le da tiempo a avisar al que entra detrás de él y los tumbo certeramente con las seis balas de la Python. Con la luz del pasillo, soy el único en la habitación que ve al resto. Buena chica. Si no fuera porque está ardiendo le daría un beso en el tambor.
Al primero creo que lo he matado. El segundo se retuerce dando gritos en el suelo.
Vuelvo a apostarme tras la encimera, porque me dijeron que vendrían tres. Guardo el revólver, porque no creo que me dé tiempo a cargarlo de nuevo, y saco la pistola. En efecto, no me iba a dar tiempo: el cerdo me descarga una ráfaga de subfusil, y alguna bala consigue atravesar mi cobertura. Calculo que le queda medio cargador, y la encimera no va a parar eso.
Salto para cruzar la puerta de mi dormitorio y aprieta el gatillo de nuevo. Lo hace tarde y no me alcanza, pero me estrello contra una pata de la cama y me quedo un instante atontado en el suelo.
Estoy sangrando por la frente y me levanto como puedo algo aturdido. Ese arma ha atravesado la pared y sonaba como un MPK5. Si quisiera podría acribillar el apartamento hasta que una bala perdida me diera, así que tengo que salir de aquí. Parece que no me he preparado para esto.
Escucho los chasquidos del arma. Ya ha cambiado el cargador. Solo me queda la ventana. Hago inventario de lo que llevo encima: revólver, pistola, navaja, placa y dinero. Me escurro debajo de la cama para coger un botiquín con el tamaño de un neceser pequeño que conservo del Golfo, porque voy a necesitarlo. Suficiente para atravesar el cristal.
Lo hago, y Dios bendiga la ley de subarriendos del ´46, porque las escaleras de incendios van a hacer menos arriesgado mi descenso. Mientras bajo corriendo escucho otra ráfaga en el dormitorio. Puede que el tipo haya pensado que he roto el cristal para confundirlo y le espero escondido en el cuarto. Me parece buena idea por si se repite la situación y me parece también, que este cabrón lleva bastante tiempo en esto, así que descarto del todo un enfrentamiento por ahora.
Dejo caer el último tramo de la escalera al suelo: cojonudo, los topes estaban oxidados y me he quedado sin el último tramo, que ahora descansa en el suelo. Pero otra ráfaga desde mi ventana me ayuda a tomar la decisión y salto.
La suerte es que los subfusiles son armas imprecisas a ciertas distancias y si se disparan con una sola mano. La mala suerte es que al caer me he torcido el tobillo. Estoy viejo para saltitos, ¡mierda!
Me levanto conteniendo el grito y cojeo todo lo rápido que puedo para doblar la esquina y desaparecer de allí.
Necesito respuestas. Voy a dormir un poco y a coserme la frente a un motel seguro. Conozco a un tipo en una pensión de mala muerte que no me vendería. No me vendería porque no habla ni de lejos mi idioma, y los que me buscan no hablan chino.
Me ha costado convencerle con la cara ensangrentada de que me deje pasar, pero le he sacado la placa, y parece que las palabras “licencia y papeles”, sí las ha entendido.
Coserte a ti mismo es difícil, pero si no coso esta brecha, la herida se va a poner muy fea. La piel de la cara es sensible y hacer estas cosas con la referencia de un espejo complica mucho las cosas.
Me meto la manga de mi chaqueta en la boca y hago el trabajo como puedo. No es la primera herida que cierro, pero no soy cirujano plástico. Esto no va a quedar muy bien en el futuro, que digamos.
Tengo que bajarme media botella de Jacky para contrarrestar los efectos del modafinil, pero consigo dormirme, Python en mano, después de vendar con fuerza el tobillo.
Cuando despierto, me ducho, cambio la gasa de la herida en la frente y vuelvo a vendar mi tobillo. Me he jodido algún tendón porque puedo andar, pero duele de cojones.
Me voy sin pagar y el chino me grita mientras salgo. Me conoce y sabe que si me toca le rompo la cara. También sabe que con suerte volveré esta noche y le pagaré pronto.
Tengo un plan.
Hay un latino, Ulises The Bullet, que distribuye cocaína para La Familia, y mantiene mucho contacto con sus miembros. Lo único que impide que esté dentro del todo, es su procedencia. El plan es sencillo: me meto en su casa y le saco información a palos.
Pero sencillo no quiere decir exactamente fácil. Así que lo primero es buscar un caballo de Troya. Y me parece que sé quién va a hacer el trabajo sucio.
Le llaman “Fase”, porque cuando todavía no estaba hecho polvo por la heroína frecuentaba círculos locales, y para los angloparlantes de esta ciudad, era difícil entender la expresión colombiana “parse” para referirse a un colega.
Es un adicto fichado por un montón de hurtos menores y otros delitos. Ninguno especialmente violento. Solo es un tipo esmirriado y marchito, del que no se puede decir que tenga muchas agallas.
Le busco recorriendo el barrio al que la droga le mantiene anclado. Con suerte lo encuentro por ahí tirado o colocado. Sé que les debe dinero a muchos camellos de la zona, y con suerte, el dealer a por el que voy, es uno de ellos.
Perfecto, ahí está, trapicheando con cuatro yonkis más en el banco de un parquecito. Él también me conoce, y más de uno se sorprendería de cómo los rumores vuelan en este entorno: puedes enterarte de una baja policial mucho antes, a través de uno de estos piltrafas que en el mismo cuartel.
Nada más verme, el cabrito va a echar a correr, así que me lanzo por la espalda como puedo, cojeando y soportando el dolor para que no me oiga venir. Pero esta gente tiene un sexto sentido, y si ve que los que están enfrente abren los ojos acojonados por algo que se les echa encima, no preguntan y sencillamente salen disparados al grito de sálvese quien pueda.
Pero es demasiado tarde, y le tengo agarrado por el pescuezo con el cañón de la Python en la sien. El resto no preguntó, alguno me conoce de cuando era cabo o de cuando he venido aquí a hacer preguntas y no se hacen los valientes por un pedazo de mierda como Fase.
Le meto caña zarandeándolo un poco, y dejo que vea de cerca mi arma. Le pregunto por Ulises. Bingo, le debe pasta. El muy imbécil lo ha puesto como excusa para justificar que no sabe nada de él desde hace tiempo.
Ulises es un elemento de mi investigación poco importante, y sin poder pasar por mi despacho, necesito saber dónde está metido ahora. Después de explicarle cuál es mi plan para que me ayude a colarme en su piso, no demuestra mucha disposición a ayudarme, pero mi encanto natural y la promesa de inflarle a hostias, hace que El Fase cambie de opinión, y me garantice su colaboración.
En marcha.
Llegamos al otro extremo de la barriada. Me quito la camisa bajo la chaqueta, y me hago un turbante. Me siento un poco ridículo, pero el ridículo es lo que hacen estos yonkis cuando van enmonados de camino a por otro chute. Así que entre mi nuevo aspecto, la ropa sucia, algo ensangrentada y mi cojera, puede que logre llegar hasta Ulises.
Esta gente ha importado la estrategia brasileña de los coheteros, muchachos que avisan con petardos de presencia policial, mi suerte es que son demasiado jóvenes y llevo mucho sin venir por aquí. Que me reconozcan por mi complexión es improbable, no obstante me pongo un poco nervioso.
Llegamos al portal, y es hora de revelar los detalles sobre lo que quiero que haga este inútil.
Subimos en el ascensor, y me bajo en el cuarto. Él va a seguir subiendo hasta el quinto, donde distribuye Ulises.
Desde el cuarto yo subo a oscuras por las escaleras y me coloco contra la pared justo antes del descansillo, junto a la puerta, revolver en mano.
A estas horas, Ulises no atiende a nadie, porque es un camello de cantidades respetables, y la madrugada solo es para el menudeo. Pero es a la mejor hora a la que puedo venir, porque de día esto está plagado de haraganes que le protegen. Si Fase insiste lo suficiente, cuando lo vea por la mirilla de la puerta, no va a dudar en salir a romperle los dientes.
Al yonki le tiembla el pulso. Creo que se está orinando encima, así que toco yo el timbre con endiablada impertinencia. Cuesta un rato escuchar las pisadas lejanas del interior, que se acercan a un ritmo que declaran muy mala leche.
Escucho el seguro de la mirilla y parece que al descubrir al visitante, Ulises se peleé con los cerrojos de la puerta para abrir.
Encañona al pobre desecho humano en el mentón con la sangre hirviendo y le pregunta que cómo se atreve a venir a su puerta.
Se calma un poco cuando siente mi cañón en la mejilla respondiendo a sus interrogantes.
No discute la orden de levantar las manos y entrar al piso.
Entramos. Este hijo de puta vive mucho mejor que yo. La pantalla plana se debe medir por yardas y no por pulgadas. La casa se cae a cachos, pero parece que haya comprado los muebles en París.
Le tiro al sofá.
-“Menudo despertar, ¿eh, capullo?”
Le provoco un poco para tantearle. Me ofrece dinero, coca y un crucero por las Bahamas con tal de que no haga una tontería. Le pido al yonki que revise la casa para asegurarme de que estamos solos. Si hay alguien más, es el yonki el que recibirá una bala.
Cuando vuelve de su inspección, le pido al Fase que deje de lloriquear y busque entre la extensa videoteca de la estantería, alguna buena película que poner. Eso es, las toquetea todas con las manos llenas de mierda. Y está tan acojonado que acaba poniendo una película porno sin darse ni cuenta. No puedo evitar reírme.
La tipeja que cabalga sobre un pura sangre que no serviría de modelo a un retratista, está buena, pero creo que dada la situación, a ninguno de los presentes se nos va a empalmar.
Quiero saber hasta qué punto estoy siendo una molestia para La Familia. ¿A quién estoy incomodando? ¿Qué negocios estoy comprometiendo con mi investigación? ¿Cuál será el siguiente paso para eliminarme? Y ya que estamos, me gustaría saber hasta la talla de calzoncillos de Don Silvio. Vamos, que voy a apretar todas las tuercas hasta que este pajarito cante todo lo que sabe, me interese o no lo que tenga que decir.
La primera regla del interrogatorio a la vieja usanza es el hostigamiento. Como no tengo tiempo para mantenerlo despierto durante días con putadillas psicológicas, le hablo rápido, alto y no dejo de abofetearle: con la mano abierta, una, otra, que suene y escueza.
Le hago preguntas sin sentido para marearlo, y que cuando lleguemos a lo que me importa lo pille por sorpresa. Es gracioso ver como después de presionar un rato con asuntos que el sujeto no conoce, al escuchar una pregunta de cuya respuesta si tiene crédito, se deshace por contestar aunque le cueste caro. No lo piensan.
Mientras abofeteo sin parar y hago preguntas inconexas repaso los principios de mi plan. No me gusta improvisar, y en una situación tensa puedes cagarla si no lo tienes más que claro.
Llega el momento de hacer las preguntas de verdad cuando me escuece la palma de la mano y este tipo no sabe si llora de rabia o de miedo. El Yonki me está poniendo de los nervios con su propio lloriqueo y le grito que se calle de una puta vez. Sin saberlo hace bien su papel, me hace parecer más desquiciado y peligroso.
Mi mano se cierra, y empieza a dar puñetazos cuando por fin contesta. Un interrogatorio no se ajusta a la teoría de Pavlov y sus perritos babeantes. Aquí no se premian los avances, sino que conforme se avanza, sin descanso, se aumenta la presión para ir sacando la información por capas.
El yonki empieza a llorar convulsamente y hago un esfuerzo para no pegarle un tiro.
Ulises lo está cantando todo, y cuando llego a la parte de cuál será el siguiente movimiento para matarme, casi se me para el corazón.
-“No saben dónde estás, y van a por la chica esa que acechas.”
Sefine.
Hijos de puta. Siento que el mundo se me echa encima como una ola de agua sucia. Al mismo tiempo, descubro que tengo un punto débil, y que no soy el Black Jack al que todos temen.
Conocí a Sefine en el local de mala muerte en el que trabaja. Me enamoré de ella al segundo whisky. Y eso que no me los servía a mí. Aquel día supe que los ángeles caminan entre nosotros sin intervenir en nuestros asuntos.
No pude evitar desde entonces seguirla de noche. No sé si un corazón como el mío, ennegrecido por el tabaco y esta vida de mierda, siendo peor que la gente a la que persigo, pueda enamorarse. Pero siempre he oído que se puede medir ese sentimiento por las estupideces que un hombre puede llegar a cometer, y desde que sueño con ella todas las noches, cada vez soy más descuidado.
Bien, creo que hemos llegado al punto más complicado del interrogatorio. El Bala se está acostumbrando al dolor y comienza a resistirse justo cuando la información adquiere un valor mucho más alto.
Tengo que negociar con mi rabia para no sacar el revólver. A eso me refería con que hay que repasar continuamente el plan, porque recuerdo que tenía un plan. Así que saco mi navaja de acero. No pretendo asustarle, quiero información, así que esto va a doler.
La hundo en su tripa sin mediar amenaza. Chilla como un puerco con los ojos muy abiertos, y con la mano izquierda le tapo la boca para amortiguar el ruido. No quiero despertar a nadie todavía.
La retuerzo para que el dolor impida que la pérdida de sangre le invite a quedarse dormido, y cuando va dejando de chillar, le abofeteo para que no se olvide del motivo de mi visita.
-“Encontraron las fotos en tu casa.”
Estúpido, estúpido. ¡Estúpido! Recuerdo haber dejado las fotos de Sefine sobre mi mesita de noche. Imbécil. Ahora es necesario saber a quién mandarán.
Tiro la navaja al suelo, y le meto los dedos en la herida. Tengo que estirarlos mucho cuando están dentro para que suelte todos los detalles del asunto.
-“Tic-Tac.”
“Tic-Tac”. Repito mentalmente el nombre y voy admitiendo que Sefine lo tiene muy mal para sobrevivir a esto, me entregue o no. Le llaman Tic-Tac porque trabaja como un reloj suizo, y entre los que están en el negocio sin esconderse tras una intrincada red de identidades secretas, es el mejor. De hecho, es tan bueno, que nunca ha sido posible relacionarle con ninguno de sus trabajos.
Vuelvo a tomar conciencia del apartamento, el yonki moqueando, la pantalla gigante y los bufidos de las actrices. Reparo en El Bala: me lo he cargado. Su cuerpo no aguanta más, y saltan los fusibles en su sistema nervioso. Aún no está técnicamente muerto, pero no tengo adrenalina para sacarle más. No va a tardar en desangrarse.
Bien, ahora solo queda rematar la faena, dejando hecho todo el trabajo para que el equipo forense no hurgue demasiado en el asunto. He usado la navaja para que el arma del crimen apoye las huellas del yonki en las estanterías repletas de películas: dos yonkis que roban a un dealer en plena madrugada. Los adictos no conservan un arma de fuego mucho tiempo, lo venden para consumir. Y las balas de mi arma reglamentaria en la pared, hubieran sido un error garrafal.
Le pido a mi amiguito de cuarenta kilos que me acompañe hasta el dormitorio. Después de cerciorarme de que los dos chapoteamos lo suficiente en el charco de sangre, lo dirijo por la casa para dejar nuestras huellas por todo el apartamento.
Cojo una mochila que encuentro en la habitación, y la cargo con unas zapatillas que por el número me estarán algo apretadas, y algo de ropa al estilo Latin King. Mi mujer siempre dijo que era un hortera, con ese aspecto perpetuo de policía quemado, pero esta gentuza es peor que yo.
Por el camino, desordeno un poco todo, sacando cajones de su sitio y vaciando el contenido por el suelo. Siempre con las manos bajo las mangas de mi chaqueta.
Echo un último vistazo a todo y me quedo satisfecho con el escenario que acabo de montar. Dejo la tele encendida: la puerta no ha sido forzada y el ataque se realizó durante un momento relajado y cotidiano para la víctima. Perfecto. Eso me dará tiempo.
Cuando salimos, El Fase me mira con el rostro desencajado, como preguntando qué ocurrirá después. Le tranquilizo mientras cierro la puerta del apartamento explicándole que todo se quedará colgado en una montaña de casos menores y que ya puede irse, agradeciendo su colaboración.
-“Una cosa más.”
Parece que espera que le diga que lo ocurrido ahí dentro se queda ahí dentro. Por supuesto que se queda ahí dentro.
Extiendo mi mano rápidamente sobre su cuello, y lo lanzo por el hueco de la escalera. El cuerpo rebota como un muñeco de trapo entre las barandillas, y con el primer golpe a mitad de camino, deja de gritar. La tortilla de yonki se despide de este asunto con un ruido sordo. Por supuesto que se queda ahí dentro, me repito.
Ahora van a por mí, apuntando a donde más me duele. Alguien quiere que Sefine muera: su foto estaba en el lugar equivocado para que la encontrara la persona equivocada. Ahora, yo voy a por ellos, y lo único que juega a mi favor, es que sé dónde les duele.