Hoy me gustaría hablaros sobre alguien.
De él aprendí a no temerle a nadie, porque me enseñó que ningún perro es capaz de comerte de un solo bocado por mucho que nos ladre, y que si ladra, es porque está asustado. De él aprendí a que nadie tiene derecho a callarnos, y menos aún si lo hace gritando.
Me enseñó a que nunca debía tener miedo, pero que si lo tengo, más importante aún es, que nadie pueda olerlo. Tampoco tu necesidad. Si alguien puede aprovecharse de tu situación, probablemente lo hará. Sabía cómo hacerle creer a los listillos que la mantequilla, iba del otro lado de la tostada. Sabía ganar, haciéndoles pensar, que le habían derrotado. El orgullo es una pesada piedra, que suele esconder mal el llanto.
Aprendí también de él, a jugar al ajedrez moviendo las fichas del contrario, cosa que hacía de vez en cuando, también en el tablero, y nunca estaré del todo seguro de si lo hacía sin darse cuenta, después de pedir disculpas haciéndose el despistado.
No puedo evitar sonreír al recordar esto, y os prometo que no exagero: ver cómo se reía de alguien que se lo había ganado, y ese alguien, se lo agradecía con un abrazo.
Me enseñó que es bueno ser amigo del que manda, pero que siempre puede hacer más por ti el que está por debajo. Al fin y al cabo, el dueño te saludará con un apretón de manos, pero el camarero te puede dejar esperando.
Aprendí de él, que es mucho más importante cómo vivas, que como hayas muerto. Que nunca sabrás si lo hiciste del todo bien o del todo mal. Al fin y al cabo, eso, ¿quién puede saberlo? A su lado pude comprender de verdad lo que tanto dice Sinatra en esa canción: que lo importante es hacerlo a tu manera.
Ese es nuestro único e incuestionable derecho, ser como somos, y tener una oportunidad, o dos, de hacer lo que nos propongamos. Alguna vez me advirtió de lo que podía pasar, pero nunca, nunca me dijo que no podría alcanzar algo.
Me enseñó que no necesitas imitar a nadie, aunque del que menos te esperas, siempre puedas aprender algo. Me enseñó a respetar y admirar los rangos, pero que no debía nunca dejarme impresionar por alcaldes y soberanos, porque todos somos el Rey de nuestra casa.
Viéndole hacer las cosas, comprendí que es más fuerte el que pega con el corazón: que se puede ser duro y tener buen fondo, al mismo tiempo. Porque no hay honor en humillar al contrario.
Me enseñó a tener claro cuánto estaba dispuesto a perder antes de sentarme a apostar, y a que después de ganar, no hay que levantarse de la mesa hasta que los demás puedan recuperar algo.
Tosía y reía igual de alto. Era imposible que pasara desapercibido, aunque llegado el momento, me enseñó a disfrutar de estar callado, observando al resto. Y en el juego de hacerse pasar por tonto, nunca conocí a tan magnífico maestro.
Sabías si te tomaba atención, si guiñaba el ojo, y sabías que le había gustado un libro, si subrayaba algo. Sencillamente sabías si algo le molestaba, porque tarde o temprano te lo acababa soltando.
Puede parecer extraño lo que os voy a contar tan satisfecho: nunca nadie se ha reído tanto de mí, como mi padre. Así me enseñó a que nadie más pudiera hacerlo, y siempre acabé acompañándolo en el ejercicio de burlarse de uno mismo. Porque creo que esa fue la clave de su felicidad: acabar riéndose de todo, aunque no hubiera muchos motivos para hacerlo.
No puedo dejar de estar triste porque ya no voy a escuchar sus enrevesados planes para atacar el fuerte de las películas de vaqueros que tanto le gustaban. Pero no puedo menos que sonreír al saber que siempre hizo lo que quiso, cuando quiso y sobre todo, que siempre lo hizo a su manera.
Despues de estas palabras solo puedo decir que me habria gustado conocerlo, sobreto sabiendo que gracias a el eres como eres y por ello varios hemos podrido disfrutar de tu compañia. Un chupito de whisky por los dos
ResponderEliminarGracias Paco.
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