“Tengo que dejar de fumar… si me lo compro no llego a fin de mes, pero me quedaría tan bien… no debería contarle lo de mi madre hasta que esté aquí… cabrón, otra vez horas extras sin pagarme…”
Todas aquellas voces diferentes iban y venían como lo hacían los dueños de cada uno de esos pensamientos alrededor de Yeiael, que los escuchaba todos esperando encontrar uno en concreto.
Paseaba lentamente entre la multitud que se cruzaba sobre la plaza de la Catedral de Murcia, como los hilos que sin ser conscientes de ello, van conformando un gran tejido de colores vibrantes, sobre un gran telar de piedra.
Escuchaba a un chico tararear en su cabeza la música que acaba de oír más arriba, y las notas de un acordeón siempre indican hacia dónde se ha de caminar.
El arcángel fue entonces siguiendo el rastro armónico desgajado por los dedos de algún gitano autodidacta llegado desde oriente. Y se fue cerrando el espacio para convertir la plaza en una calle con soportales donde desde un rincón parecía guiñarle un ojo al mismo Yeiael, aquel romaní extraviado y solitario.
Yeiael, que adoptaba una forma parecida a la de los seres que tanto le fascinaban y por los que hubiera entregado siempre su propia existencia, se escondía a sus ojos para cumplir la norma de no intervenir en sus asuntos, aunque de vez en cuando cometía alguna travesura, gozando de su compañía, sin dirigirse nunca a ellos, pero compartiendo el mismo plano físico.
Iba buscando un pensamiento que determinaría el resto de la vida de uno de sus favoritos. Uno de los que había visto nacer y crecer, y que estaba a punto de enfrentarse a un momento crítico en su camino.
Los ángeles lo tienen fácil para encontrar lo que buscan: entienden como no entiende el hombre, que más allá de la confianza en el orden de las cosas y los principios que favorecen el anhelo, la voluntad de que algo ocurra es la chispa suficiente para convertirlo todo en una mera cuestión de tiempo. Ergo, todo es cuestión de paciencia.
Al torcer la esquina, la calle convergía en un cruce desde el que se podía contemplar el lateral de la imponente estructura dedicada a la magnificencia del Creador, declarando la devoción de los que en el tiempo de su construcción le temían más que adoraban, declarando también, su disposición y capacidad sin límite para erigir un testigo de su relación con Dios.
A Yeiael le gustaba frecuentar aquel cruce de calles, porque desde él se abría un paso hasta la plaza de un magnífico teatro, donde se colaba de vez en cuando a disfrutar de la creatividad de algunos hombres para entretener y hacer reflexionar sobre sus condiciones al resto.
Siempre abarrotada, esperaba a que la dueña de aquel pensamiento que buscaba, pasara por allí y marcara el momento en que el arcángel debía saltar en el espacio para buscar a uno de sus favoritos.
Pero cuando por fin se detuvo, percibió la presencia de otro como él. No era Harael, su fiel compañero, con el que compartía el interés por el poder infinito de la mente humana, sino que aquella sensación, presentaba a otro más poderoso al que estaban encomendadas tareas muy distantes a las del propio Yeiael, y que por tanto, los había separado durante mucho tiempo de un encuentro.
“Son fascinantes, ¿verdad?”
“Lo son.”
La comunicación entre dos seres de luz, trasciende de las palabras, y a la velocidad del pensamiento más despierto intercambiaban aromas, sonidos, imágenes y otras sensaciones para las que aún no se han adjudicado vocablo alguno.
-“Van a necesitarte ahora más que nunca.”
Al tiempo que cruzaba pensamientos con aquella presencia que prefería conservar su inmaterialidad alrededor de Yeiael, este seguía escuchando los cuchicheos conscientes de la multitud que lo esquivaba instintivamente, como se esquiva una farola o un poste.
“¿Por qué?”
“Se han apartado demasiado del Padre. Se han olvidado de ellos mismos. Sabías que en algún momento esto ocurriría.”
Vomitó la presencia de aquel arcángel imágenes que recorrían las últimas centurias de la historia del ser humano, rendidas al ego del hombre y al desprecio por su propio hogar y condición natural.
Y contestó Yeiael disipando la estridencia del chillido de los nueve coros angelicales, horrorizados en el pensamiento de aquella presencia, como las notas arrancadas con locura ciega a miles de violines, con los aromas del regazo materno y el sudor de las manos que descombran ciudades arrasadas por la guerra y el desastre natural para permitir que alguien abandonado a su suerte, tenga otra oportunidad de respirar una vez más.
“No pueden huir de su naturaleza. Solo los hemos dejado acercarse demasiado al borde del abismo sin cogerles la mano.”
“Fueron ellos los que lo decidieron así.”
Encontraba Yeiael en ese último pensamiento un inusitado matiz de reproche, al comprender que ahora la humanidad debía abrazar su destino, responsable de los actos que se les había permitido elegir como propios.
“Hoy voy a hacerlo. Tengo que llamarle.”
Por fin, entre tanto, escuchó Yeiael el pensamiento que estaba esperando, desde la conciencia de una hermosa chica que cruzaba la calle a su lado y que comenzaba a teclear un número en su teléfono móvil.
El arcángel cerró los ojos y comenzó a vibrar la apariencia escondida a ojos de los humanos, pero que lo hacía parecer uno de ellos, emitiendo un fugaz y brillante halo de luz que partió el espacio para aterrizar sobre la hierba de un parque junto a La Sagrada Familia de Barcelona.
Yeiael cruzó el parque, tan distante ahora del lugar donde escuchó a la chica, escondido otra vez a los sentidos del hombre, pero sin abandonar su forma humana, vestido de impecable negro y con rostro taimado, por muy preocupado que le dejaran las noticias que aquel arcángel le había traído.
Se dirigía con cada paso a un muchacho que guiaba a un nutrido grupo de asiáticos alrededor del templo expiatorio de la ciudad condal española, y que mientras revisaba con la mano extendida desde su frente los gigantes de hierro que parecían picotear el coloso como un gran mazapán de piedra, recibía una llamada.
-“Carlos. Lo siento. Esto no puede seguir así. Es definitivo. Mi abogado se pondrá en contacto contigo.”
La chica no había sido capaz de dirigirse directamente a su marido para darle la noticia de su decisión, y le dejó un mensaje en el buzón de voz. Carlos se detuvo en seco, y reprimiendo el llanto levantó el teléfono móvil para estrellarlo contra el pavimento, y arrojar a su espíritu con él, en una espiral de ira incontrolada y desesperada.
Yeiael había llegado a tiempo. Colocó su mano inmaterial sobre el hombro del muchacho, y le susurró más allá del oído un mensaje de paz y confianza que apaciguó sus furias, dándole una oportunidad para ordenar sus ideas.
“No te dejes llevar. Todo va a estar bien.”
Carlos recapacitó con los dientes muy apretados y decidió hacer acopio de su deber profesional para brindar una visita inolvidable a aquella gente que la merecía por el mero hecho de haber cruzado medio mundo para cumplir un deseo personal, y dejó para un momento más oportuno el cálculo sobre lo que había pasado.
“En verdad te van a necesitar ahora más que nunca.”
La presencia de nuevo de aquel arcángel le rondaba, y le llevaba a su conciencia sensaciones futuras sobre la reacción de la humanidad ante la noticia del final.
"Yeiael, es la primera vez que reconfortas un alma humana, sin estar seguro de estar diciendo la verdad.”
Casi parecía sonreírse el arcángel, satisfecho con el compromiso de su igual ante su obligación de ofrecer fuerza en momentos de flaqueza.
Y rodeado de todas aquellas sensaciones que le había transmitido el otro, Yeiael encontró un desconcertante detalle que constriñó su sensibilidad: entre todo el desconcierto y desesperanza, había un ángel, un mensajero. Y era él.
Rápidamente abalanzó su pensamiento furtivamente sobre la conciencia de aquel que no se dejaba ver, ahora sí, rendido a pedir clemencia para los hombres, ofreciendo como en un juicio todo lo que se podía ofrecer a favor de las personas: su música, su capacidad para curarse y quererse los unos a los otros, su belleza. Y buscaba una respuesta para su espíritu roto, horrorizado por reconocerse como el heraldo de tan oscura noticia.
“No me atreveré a hacer más que pedir clemencia por ellos, ¿pero por qué yo? ¿Por qué no otro?”
La presencia, respondió con la frialdad tajante de una decisión tomada desde el centro de todas las cosas, tan ajeno a su propia cognición, superior a la de las personas.
“Uno de ellos sabía lo que iba a ocurrir. Y tú le conoces bien.”
Para gustarme tanto el lado oscuro he disfrutado mucho leyendolo, jajajaja eres un maquina no pierdas nunca la esperanza ni las ganas de seguir adelante
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