Esta es la primera de una serie de cartas enfermizas y retorcidas que escribí hace mucho, mucho tiempo (1996-1997). He respetado casi totalmente la forma original. Espero que la disfrutéis. Le dedico esta entrada, como corresponsable de mi afición a la literatura, a aquel profesor de literatura que me encargó este trabajo, y que después de ofrecerme leerlo en voz alta en la clase de un colegio en el que había que ser valiente para premiar a un alumno por algo como esto, decidió aplaudir.
Aún recuerdo el comienzo de nuestra breve amistad que tuvo como marco un crepúsculo gris de septiembre.
Tú andabas algo enfadada –probablemente, debido a algún altercado conyugal- con un paso acelerado, puesto que llovía livianamente sobre las sombrías calles de La Chana.
Saltabas graciosamente evitando los charcos provocados por el temporal – Tranquila, el clima no representa un impedimento en mis cacerías-.
Te seguía muy de cerca, y créeme, me regocijaba contemplando tu figura inocente de presa acechada que ignora el peligro al que está expuesta. Fui cargando mi escopeta automática sin recortar, con cinco cartuchos del doce.
De pronto, de mi gabardina, asomaba el cañón de negro metálico, desafiante y dispuesto para inundar tu cuerpecito con cinco nubes de diminutos fragmentos de plomo. Pero la idea de convertir aquel callejón de metro y medio de ancho en el paraíso de la carne picada, me producía la sensación de que no quedaría satisfecho. Así que guardé a mi querida “Bramadora”, y proseguí la intrincada persecución.
“Voila”, entraste en un antiguo y amplio portal – y yo contigo-.
Tú estabas de espaldas a mí, y habías puesto al descubierto tus sinuosas dunas doradas de cabello que coronaban aquel ser angelical de unas dos décadas. Noté, como al percibir un movimiento en un flanco, te giraste, y atónita, me observaste. Me deleité, con esa carita de terror que demostraste. Sinceramente, me conmovías.
Hiciste ademán de coger algo de tu bolso, pero golpeé tu precioso busto antes de que pudieras culminar cualquier acción. Caíste al suelo inconsciente, y con tu perfil virgen, ligeramente deformado por un rictus de dolor.
Te así por el talle y coloqué tu brazo rodeando mi cuello. Te llevé arduamente por toda la calle hasta que no cruzamos con aquella viejecita tan simpática, ¿te acuerdas?
No podía ver tu magulladura sepultada por aquel torrente de arena que brotaba de tu frente, pero creí que tendría que esparcir sus pedacitos de carne por todo el vecindario con mi chiquitina. Sacudió la cabeza y se alejó escupiendo no se qué de la juventud por su boca infame. Sin duda, su decrépita mente, concibió la idea de que estabas ebria, en lugar de que estabas en un lio. Si la gente escuchara más a los jóvenes…
Cuando llegamos a mi piso –lo peor fue subirte por las escaleras-, deposité tu cuerpo en el suelo.
Te até fuertemente hasta despertarte de tu imprevisto sopor. Me provocó risa tu pataleo desenfrenado y tu cara, una espectacular conjugación de rabia, desesperación, dolor y terror.
No me extraña, me imagino amordazado por u tipo realmente corpulento con enormes cicatrices rituales, sintiendo un agudo dolor en la mejilla, y en un lugar desconocido, una estancia vacía, lúgubre, fría y oscura, teniéndome a mí mismo en todo el meollo.
-Pobrecita.- Te dije, mientras sostenía tu increíblemente suave mentón. -Tranquila.
Absurdas palabras para alguien que cree conocer con certeza la fecha, escrita en el gran guión de la vida, de su muerte; el punto final en la historia de su destino.
Pero pareció que te clamabas, aunque temblabas y sollozabas por un futuro ciertamente inseguro.
Te arrastré hasta una habitación similar –no menos ancha- con una silla firmemente sujeta al pútrido suelo, en el centro de la sala, y te até de nuevo a la estropeada estructura de madera, sobre la anterior mordaza.
Me paseé en círculos concéntricos a tu alrededor, como el que, dominador, retrasa el momento de su golpe final, saboreando el placer del poder sobre la vida y la muerte de la víctima.
Comenzaste a llorar al ver aquella pared bombardeada por sangre y otras sustancias orgánicas humanas, iluminadas por una única bombilla desnuda, pendiente de un retorcido cable que brotaba del techo.
¡Ah! Perdona el que no quitase de tu boca el trapo que ahogaba tus gritos y llantos, lo que aumentaba tu grado de desesperación, pero es que no me gusta oír las lamentaciones de alguien que conoce su estado de postración.
Cuando no pudiste soportar más el nauseabundo y pestilente aroma a órganos en descomposición, comenzaste a vomitar, y vomitaste más aún cuando no podías expulsar el émesis, por culpa de aquel trapo sucio que tapaba tu boca, escurriéndose, así, por las comisuras de tus labios, recorriendo tu perfectísimo cuello convulso.
Un nuevo objeto brillante apareció en tu limitado horizonte. Emitiste un grito ahogado y sorprendido al comprobar que se trataba de una navaja de barbero, empuñada por un macabro personaje, que dejaba caer sobre la misma, una severa mirada de ojos inmóviles inyectados en sangre y terrorífica sonrisa. Como si se tratara de un tétrico teatro, en el que actúan personajes indumentados con remiendos y colocados irregularmente unos sobre otros, bajo dos lunas llenas teñidas de escarlata.
Te asesté mi primer golpe con la navaja, que surcó el aire cargado de angustia, como una saeta que siseaba a su paso. Corté tu delicado rostro, ya deformado por un bulto morado bajo tu temeroso ojo derecho. Caíste girando sobre ti misma, llevándote contigo al viejo mueble, aún estando clavado al suelo de madera, que lo acompañó en parte.
Al caer, tus expresiones te descubrieron ante mí, y por un momento me sentí dentro de tu ser. Noté el tacto de algo fluido que se extendía centímetro a centímetro en todas direcciones desde mi mejilla. Advertí cómo abría los ojos y se nublaba mi vista en una bruma granate. Entonces salí de mi extraño trance y pude observar cómo la sangre cubría tu cara.
Te desaté completamente, pero no despojé tu boca del trapo. Comprendo que estuvieras conmocionada.
Tenías la faz ensangrentada. Desnudé tu vientre escrutando aquella dorada llanura por la que cruzaba un cauce para acabar en un pequeño pozo abismal: tu precioso ombligo.
Un arrebato de ira en contra de algo, que aún no he llegado a descubrir, golpeó mi mente empujándola hasta el borde de la cordura y asesté varios golpes transversales en tu abdomen que desparramaron tus vísceras azuladas, llegando a aplastarse contra la pared con un sonido sordo. Tus ojos se abrieron de dolor en un movimiento compulsivo, provocado por el sufrimiento, acompañado de una arcada que ondulaba tu figura en dirección al techo. Experimenté eso, a lo que llaman pena. Me restregué la frente con el haz de la mano, mientras retrocedía. De nuevo me dispuse a asestar otro golpe, esta vez a tu cuello, rasgando tu tráquea y faringe, haciendo saltar por los aires el vómito que empezaba a atragantarte, que al mezclarse con tu sangre granate y púrpura tomó un colo anaranjado oscuro.
De la sección inferior de tu tráquea emanaban burbujitas juguetonas de sangre. Sentía un extraño impulso que me obligaba a acabar con tu agonía.
Mi vista se oscureció girando en torno a un punto brillante que la succionaba, y ciegamente, te apuñalé sin parar, despedazando tu sencilla forma a cada tajo liberador. Sentía una euforia que quemaba todo mi cuerpo, mientras me arrepentía de cada herida infringida, pagando con una lágrima redentora, que no sentía correr por mi rostro. Era terrible, me atemorizaba de mí mismo, pero realmente alguna mísera parte de aquel asesino, disfrutaba con aquel oscuro sentimiento de placer, por un arcano rencor satisfecho.
Cuando retomé las riendas de mi razón, observé lo que quedaba de aquella maravillosa creación, repartida por todo el aposento y comprendí que no sería posible reunir los restos suficientes como para tener que incinerarlos.
Sólo te doy las gracias por ser tan buena conmigo.
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